1933 Monseñor Cabrera

Por un concierto de ventajas singulares que la distinguieron entre sus viejas hermanas del Tucumán, fue la provincia de los comechingones, antes de la venida de los europeos, como un lugar de cita para los indios de las naciones vecinas y aun no pocas de procedencia lejana, destacándose entre sus valles, impregnados de rumores y perfumes, el de Talamochita, por sus bosques de algarrobos y molles (mulli, muchi) cargados de racimos y vainas de oro, mientras pendían de sus gajos como otras tantas odres de riquísima miel, los camatis, o “colgados”, según los decían nuestros meleros de antaño, quienes designaban a la vez con el nombre de lachiguana y otros mas a las restantes formas con que se les brindaba el néctar delicioso en las hendiduras de las rocas, o en los huecos de los troncos seculares.

Estas circunstancias hacían de la privilegiada región, como una nueva Hespéride, bajo cuyas frondas y a la vera de sus ríos, venían a holgarse periódicamente, para la estación estival, horda o caravanas de indígenas provenientes de los países comarcanos y aun de más lejos: aseveración semiplenamente comprobada por la toponimia regional.

A los naturales de Valle se les aplicaba indistintamente el “sobrenombre de auletas, aolactas o Narres (también Nauiras), según habitasen mas en el liano o al pie o en las faldas de la “Cordillera Grande” Viarapa o Chalaba, hoy Achala, en el idioma de los aborígenes. Hablaban unos la lengua sanavirona y otros, la mayor parte, la Camiare, serrano o de los comechingones.

Buen numero de los conquistadores o primeros colonizadores de Córdoba fueron agraciados con mercedes territoriales y repartimientos de indios, dentro de los limites del valle calamuchitano, en razón de sus meritos personales y de los servicios por ellos prestados a la Corona. He aquí un elenco de ellos: Pedro Villalba, Adrián Cornejo, Juan Martín o Martínez Cirujano, Diego de Loria, Lorenzo Martín de Monforte, Pedro Sánchez, Pedro de Acosta, Melchor Ramírez Camacho, Andrés Pajon, Pedro González Carriazo, Bartolomé de Carranza, Alonso Lujan Medina, Alonso Martín de Zurita, general Manuel de Fonseca y otros, destacándose entre ellos, en calidad de terratenientes, el ultimo de los nombrados , marido que fue de doña Leonor de Tejeda, fundadora mas tarde, tras el óbito de su esposo, el Monasterio de Catalinas, en Córdoba.

De archipiélago territorial he clasificado en unos de mis libros a la serie de fracciones de suelo acordadas a Fonseca Contreras, así en comarca de Calamuchita como al otro lado de la Sierra de Achala, Yacanto, Luyava, Quinsanavira, Telecalta, etc.

Ahora, pues, de este haz de entidades geo-étnicas quiero extraer o desglosar algunas de ellas, a los objetos de la apreciación inmediata, concreta, de sus ventajas o aspectos más interesantes, ora del punto de vista científico, ora del histórico, simplemente: sea la primera Amboyo o Ambos, famosa por el manantial de agua virgen en que se abreva y a que debe su nombre, y sobre todo, por haberle cabido la gloria de ser la cuna del codificador argentino. Sea, en segundo término, Guacpulo o Guaipulo, a despecho de la entonación funeraria de su etimología. Hay un episodio interesante relacionado con esta localidad y la de Atumpampa, su vecina. Se remonta al año 1689, al siglo, exactamente, desde que se expidió la merced.

Dos hijos de don Sebastián de Carranza, difunto, a la sazón, Pedro y Sebastián, venían pleiteando de tiempo atrás con Clemente Baigorri y a la esposa de este, doña Gabriela de Tejeda Garay, sobre mejor derecho “a las tierras del pueblo de indios de Calamuchita y sus sobras, al igual que a las del Potrero de Atumpampa”. En el deseo de arreglarse amistosamente, designaron en calidad de árbitros o peritos a dos vecinos de crédito indiscutible, a cuyo fallo habían de someterse las partes.

Provistos de los autos obrados y de los títulos correspondientes, echaron aquellos una vista de ojos sobre los terrenos de la disputa y se expidieron a continuación.

Y sucedió que mientras los comisionados efectuaban el reconocimiento, llegaron a cierto lugar, donde “según las señas de unos algarrobos grandes coposos y las paredes y forma de la iglesia y demás rancherías y sepulturas del uso y costumbres antiguas de los indios; y por declaraciones que debajo de juramento se tomaron verbalmente algunas personas antiguas, se reconoció bastante haber sido allí el pueblo viejo de los indios de la Calamuchita, de Hernando de Tejeda”.

¡Antecedentes precisos para nuestros estudios de arqueología y de etnografía indianas! Habrían exclamado a una. Ambrosetti. Eric Boman y Lafone Quevedo o Debenedetti, a continuar viviendo aun en medio de nosotros y en idéntica exclamación prorrumpirán sin duda, al informarse de estos datos, así el auto de Los Tiempo Prehistóricos y Protohistóricos de la Provincia de Córdoba, como el de Rock Paintings of North-West Córdoba y de Comechingón Pettery.

Además, la vista de ojos precedente me ha puesto al tanto de la existencia en el propio trayecto recorrido, de un yacimiento de no escasa monta, no sé si metal amarillo o de oro blanco, simplemente, y quiero beneficiario.

Los suelos mencionados, a lo menos una amplia fracción de los mismos serviría mas tarde de asiento a la famosa Estancia de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, levantada por los religiosos de la Compañía a aquella altura, en las tierras que los mismos adquirieron, por vía de compra, de los Carranza y los Baigorri, con el dinero que les franqueo generosamente el comerciante español, de gloriosa memoria, don Pedro Echezarraga, que vistió después el habito religioso en el referido instituto.

La hacienda histórica rememorada, de conformidad al título que ostentaba en el frontis y a los designios de su propulsor benemérito, viose aplicada de hechos desde sus propios albores, al fomento de las misiones y de los santos ejercicios dentro y fuera de los límites de la Nueva Andalucía. Era de una extensión dilatada, vastísima, como que contaba además de su superficie nativa, toda una red de heredades, de puestos y de chacras, tendida entre ríos Tercero y cuarto, sobre campos inmensos, pampas y serranías, hoy de altísimo valor, y que pertenecieron otrora, sucesivamente, a los herederos de don Jerónimo Luis de Cabrera, al Monasterio de Santa Catalina de Sena y a los padres Jesuitas, y tras del ext5rañamiento de estos, a aquel potentado que llamose don José Antonio Ortiz,“El Rey del Suelo”, que dueño, a últimos de siglo diez y ocho y principios del siguiente, de ciento veinte leguas de tierra, en la parte austral de la provincia de Córdoba, quejabase, sin embargo, con amargura, de pobreza y casi hasta de miseria, en nota al gobierno de su país, cuando este le urgía al pago de las obligaciones contraídas ante la Junta de Temporalidades Jesuíticas, a merito de la compra hecha por él en una subasta pública, de aquella heredad fabulosas, antitético, que ya tuvelo en cuenta en una de mis producciones antecedentes.

Pero resta todavía otra sorpresa. Cuando algún viajero o turista se detenga ante las ruinas de la estancia e iglesia de San Ignacio, en pleno valle de los Aolactas, podrá informarse por el guía u hojeando alguna crónica de Córdoba, como cuarenta años después de la expulsión de los Jesuitas de su Colegio Máximo de Córdoba y de sus haciendas, sirvieron aquellos muros de carcela un núcleo de marinos británicos hechos prisioneros por los héroes de la Reconquista.

 

Uno de ellos, Alejandro Guillespie, ha descripto en páginas llenas de realidad la posesión jesuítica tal cual la encontraron en los días de cautiverio. Satisfizo al prisionero la diligencia con que Ortiz cuidaba a su gran huerta y no disimulaba su sorpresa grata ciertamente, ante la feracidad, lograda, del suelo. Dice que por primera y única vez vio en Sud América un cultivo realizado con perfección y “según un plan ordenado”, de todas legumbres culinarias de Inglaterra. El natural justiciero del cronista lo induce a elogiar con una sobriedad viril y muy agradable, las obras ejecutadas por los jesuitas cuyo espíritu progresivo y cuyos beneficios reconoce. Quien desee mayores datos, puede recorrer las páginas de Guillespie en la traducción castellana de Carlos A. Aldao.

Entre los escombros delante de los cuales acabamos de detenernos, figuraban los de una capilla cuyos cimientos abriría, ochenta o cien años antes alguno de los terratenientes hispanos de la región, protodueño o copropietario, entre los primitivos, de la heredad referida.

Conocidas son estas palabras rotundas de los libros sagrados, lapides clñamabunt “las piedras hablaran” Y en efecto, junto con las que han hecho resonar su voz recientemente en nuestro espíritu háblanos también con no menos elocuencia, las ruinas hasta hoy sobrevivientes de la Capilla de Santa Bárbara, a inmediaciones de Salto que data con toda probabilidad de los tiempos de Alonso o Lazara de Molina, y de las de su coetánea dedicada a San Francisco Solano, en las faldas de Soconcho, y hoy las desaparecidas son otros tantos ecos de las edades protohistóricas, como filmadas en lienzo, mármol o bronce, que nos recuerdan el tránsito de los apóstoles de Jesucristo o heraldos del Evangelios, doctrinantes, párrocos o misioneros a través del Valle histórico.

Diario “Los Principios” , Córdoba
Viernes 3 de marzo de 1933